Nos pasamos la vida renegando de lo que no tenemos, y cuando lo conseguimos no lo deseamos más y nos molesta.
A partir de la década de los 90 nos hicieron sentir que el estado nos estaba encima, ahogándonos con sus gastos desmesurados, que la única solución era sacudirnos de la espalda ese “elefante blanco” inútil y permitir que las empresas privadas se hicieran cargo de esos servicios que necesitábamos y no teníamos.
Así fuimos regalando, cediendo, pagando para sacarnos de encima y, en resumidas cuentas entregando nuestras riquezas naturales y todas las empresas que nos brindaban servicios esenciales.
Entonces pasaron a manos privadas el agua, el gas, la luz –excepto en Santa Fe- el petróleo, las comunicaciones telefónicas, la extracción de minerales, etc.
Fueron muchas las voces que apoyaron y alabaron estas medidas con el verso de la productividad, la libre empresa y la calidad de los servicios, fueron pocas, en cambio, las que se alzaron en contra, hablando de soberanía e independencia. Muchas menos fueron, casi ninguna, las que protestaron por la entrega del país en manos de unos pocos –los mismos “pocos” que hoy levantan voces de indignación por la estatización venezolana pidiendo a gritos…¡¡¡LA INTERVENCIÓN DEL ESTADO!!!-
Pero los argentinos ya estamos acostumbrados a este doble discurso. Desde los que critican la nefasta frase de la Gimenez –los que matan deben morir- y cuando les toca de cerca dicen: “está bien muerto” cambiando completamente el discurso, hasta los que pararon el país por 130 días protestando por las retenciones hasta que consiguieron la derogación de la 125, y cuando la soja bajó de precio pidieron a gritos que el estado se hiciera cargo de sus pérdidas, voces que hoy, con el grano a $1.030 la tonelada ya no se oyen.
En otras palabras, el estado, al igual que la democracia, no es un chaleco que nos ponemos y sacamos de acuerdo a la temperatura, es la piel del país, la que permite que todos vivamos juntos; a veces bien, a veces regular y otras a los cachetazos. Pero es la única que tenemos, y si vamos a cambiar el discurso cada vez que nos convenga, mas vale que nos vayamos a vivir a una isla desierta. Así estaremos, al menos, de acuerdo con nosotros mismos….o no.
Marta Pascual